“Tac, tac”,
sonaba tras de sí el suelo de piedra húmeda. “Tac, tac”, y los latidos de su
corazón se confundían con el taconeo de sus botas. La capa volaba a su espalda
acariciándole los hombros, enredándose a veces en sus piernas y produciéndole
un sobresalto tras otro. El sudor perlaba su frente despejada y limpia; los
cabellos se humedecían a cada paso que daba. “Tac, tac”. Alzó la vista para
encontrar la mirada de la Luna, que aquella noche se enseñoreaba del cielo
negro y sin estrellas. Blanca, clara, parecía gritarle “vete, este no es tu
sitio”. Pero tenía que hacerlo; todos los estudiantes de primer año debían
pagar la prenda que les imponían los veteranos para ser aceptados. Las candelas
de petroleo de la calle temblaban a su paso, haciendo aún más mortecina la luz
que iluminaba escasamente sus pasos firmes, una firmeza que parecía tratar de
convencer a su espíritu de que hacía lo correcto. “Hasta el cementerio”, le habían
dicho. “Debes coger el aldabón y picar tres veces, justo al dar la media noche
el reloj de la torre”. No había podido mostrar su pánico ante tal sugeréncia;
con gusto habría hecho la cena de todos durante un mes, o habría lavado la ropa
de los veteranos en el río, como habían tenido que hacer otros compañeros de su
promoción para poder ingresar en la Hermandad de la Universidad. Pero el
cabecilla parecía haberse dado cuenta de su terror a la oscuridad, a la noche.
Quizás por lo que su madre le había repetido algunas veces: Que gritaba en
sueños, aterrorizado, diciendo cosas incomprensibles. De modo que su prenda
consistió en una prueba de valor; de un valor que siempre había tenido para enfrentarse
a cualquier problema, a cualquier adversidad, pero del que carecía
absolutamente cuando se trataba de su terror a lo desconocido. Y Salamanca
estaba especialmente siniestra en aquella Noche de Difuntos.
La puerta
del cementerio pareció saludarle de lejos, con su herrería oxidada por el paso
de los años. A su través se veían apenas brillar las lápidas de mármol, en
aquella noche de luna que proyectaba las sombras de los ángeles de piedra sobre
ellas. Sin respirar, levantó la mano hacia el aldabón. “Tres golpes”, pensó “y
todo habrá terminado”. Con la mano fría y temblando, tomó la pesada aldaba y la
levantó. Su sonido al caer le heló la sangre, como si aquel ruido tan fuera de
lugar en la quietud de la noche pudiese despertar a algún espíritu inquieto. Las
campanadas de las doce le acompañaban en la lejanía. La levantó de nuevo, cerró
los ojos; otro golpe. Sin aliento, la dejó caer por tercera vez para,
inmediatamente, girar sobre sí mismo y salir corriendo como alma que lleva el
diablo. Pero entonces alguna cosa le dió un tirón a su capa. Sus ojos se
abrieron desmesuradamente mientras su corazón dejaba de latir. Y, al caer al
suelo, se soltó por fin la capa que había quedado prendida en el aldabón tras
el tercer golpe.
Gemma Minguillón
jope que miedo al final,,, pero se muere del susto o no??? ja ja ja
ResponderEliminar...lo que tú prefieras :)
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