En aquel paisaje no había nada. Literalmente nada. Estaba completamente vacío. El tiempo se había detenido en aquel lugar del Universo. Frío; era lo único que se podía sentir. Era imposible saber en qué punto las partículas habían dejado de moverse en aquel lugar, quizá siempre habían estado así. Pero eso no importaba ya, pues el tiempo no pasaba allí. Cinco minutos eran lo mismo que quince mil años; pasaban las mismas cosas: nada. No había vida, no había tiempo, espacio, forma, color. La materia, inmóvil, era sólida. Y fría, muy fría, demasiado fría. Cualquier cuerpo, vivo, muerto o artificial, que se acercara a ese lugar sería víctima de aquel hechizo y el tiempo se detendría también para él. Mas podría disfrutar de estar una eternidad sin experimentar el más mínimo cambio en su ser, aunque el precio a pagar fuese dejar de respirar, de sentir, de vivir...
Materia inmóvil, materia muerta, congelada. El hielo que congeló el tiempo. El tiempo que detuvo la vida, los cambios. La maldición de un mundo cuyas partículas en algún momento cesaron de moverse, un mundo que fue víctima de una glaciación suprema que destruyó cualquier esperanza de progresar allí.
La maldición de un mundo que alcanzó el cero absoluto.
Judit Perich
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