La
lluvia caía pesadamente sobre su blanquecino rostro. Ella permanecía
inmobil mirando al cielo gris, y pensando. Pensando. Profundamente.
Como había podido perderlo? Lo más valioso que tenía en su vida se
había esfumado tan repentinamente como había entrado en ella. Había
sido todo tan rápido...
Las
gotas de lluvia se mezclaban con sus lágrimas, que resbalaban
suavemente por ese rostro suyo, tan pálido. El semblante que hace
tan poco estaba tan vivo, tan radiante, ahora lucía cadavérico, sin
vida alguna. Sus ojos eran como un espejo roto que no reflejaba nada.
Eran opacos, vacíos, una vez tan vivos, ahora tan muertos. Solamente
adornados por aquellas tímidas lágrimas que avivaban un poco la
morticidad de su expresión.
Lágrimas
pequeñas, cristalinas, eran como polvo de diamante fluyendo de sus
orbes de hielo. Nada más caer por su rostro se mezclaban con la
lluvia, fluían con ella en una decadente sintonía y se perdían, se perdían como su alma. Y
dejaban de tener importancia. Y pasaban desapercibidas. Porque al fin
y al cabo nada importaba ya. Ni ella, ni su vida, ni su ser... ni sus
lágrimas.
Judit Perich
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