Dicen que hubo un tiempo en que no existía internet, ni los teléfonos móviles, ni las cámaras digitales. Si uno era muy, pero que muy aficionado a la fotografía, se iba por ahí de viaje con la familia y se llevaba la Nikkon con un objetivo de cincuenta milímetros (a veces, tenía uno un teleobjetivo que llegaba a setenta u ochenta milímetros) y hacía unas fotos durante el viaje. Pero no lo hacía uno siempre, porque el equipo pesaba como un muerto y te impedía hacer lo principal: Disfrutar de los paisajes y, lo más importante, de la familia.
Ahora te vas a Roma con el móvil en el bolsillo y te lías a hacer fotos como un poseso; fotos que encuentras a barullo en internet, de todos y cada uno de los monumentos de la ciudad. Pero claro, ahí no sales tú; la gracia es hacerte un selfie delante de la Fontana di Trevi, del Coliseo o del Panteón. Y luego lo ves en la foto, porque claro, ¿quién se detiene a admirarlo con los ojitos, con la cantidad de cosas a fotografiar que hay en la ciudad?
Los viajes son ahora reportajes de la cara de uno frente a cosas y casas, iglesias, esculturas o pinturas. No importa estar delante de La Venus de Boticcelli y poder admirarla por vez primera en directo (a pesar del ancho cristal que la proteje). Lo importante es el selfie, el "yo estoy aquí y tú no".
Una propuesta: En tu próxima excursión, déjate el móvil en el hotel cada vez que pises la calle. Tenlo ahí, por si hay alguna urgencia, pero sal sin él. Prueba a mirar a tu alrededor. A no "compartir" cuanto haces sino con los presentes. A vivir la experiencia con ellos, o tú solo. A beber el placer de un bello paisaje, de una hermosa obra de arte. A respirarla, a cerrar los ojos y volver a abrirlos y verla ahí, delante de ti. ¿Te has fijado en que los cuadros huelen a tela vieja? Y las catedrales góticas, a piedra. Percibir, sentir. Sensaciones que se lleva uno consigo y que no pueden fotografiarse. ¿Estar vivo? Seguramente.
Gemma Minguillón
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