miércoles, 4 de noviembre de 2015

Veinte coma siete megapíxeles

Dicen que hubo un tiempo en que no existía internet, ni los teléfonos móviles, ni las cámaras digitales. Si uno era muy, pero que muy aficionado a la fotografía, se iba por ahí de viaje con la familia y se llevaba la Nikkon con un objetivo de cincuenta milímetros (a veces, tenía uno un teleobjetivo que llegaba a setenta u ochenta milímetros) y hacía unas fotos durante el viaje. Pero no lo hacía uno siempre, porque el equipo pesaba como un muerto y te impedía hacer lo principal: Disfrutar de los paisajes y, lo más importante, de la familia.
Ahora te vas a Roma con el móvil en el bolsillo y te lías a hacer fotos como un poseso; fotos que encuentras a barullo en internet, de todos y cada uno de los monumentos de la ciudad. Pero claro, ahí no sales tú; la gracia es hacerte un selfie delante de la Fontana di Trevi, del Coliseo o del Panteón. Y luego lo ves en la foto, porque claro, ¿quién se detiene a admirarlo con los ojitos, con la cantidad de cosas a fotografiar que hay en la ciudad? 
Los viajes son ahora reportajes de la cara de uno frente a cosas y casas, iglesias, esculturas o pinturas. No importa estar delante de La Venus de Boticcelli y poder admirarla por vez primera en directo (a pesar del ancho cristal que la proteje). Lo importante es el selfie, el "yo estoy aquí y tú no". 
Una propuesta: En tu próxima excursión, déjate el móvil en el hotel cada vez que pises la calle. Tenlo ahí, por si hay alguna urgencia, pero sal sin él. Prueba a mirar a tu alrededor. A no "compartir" cuanto haces sino con los presentes. A vivir la experiencia con ellos, o tú solo. A beber el placer de un bello paisaje, de una hermosa obra de arte. A respirarla, a cerrar los ojos y volver a abrirlos y verla ahí, delante de ti. ¿Te has fijado en que los cuadros huelen a tela vieja? Y las catedrales góticas, a piedra. Percibir, sentir. Sensaciones que se lleva uno consigo y que no pueden fotografiarse. ¿Estar vivo? Seguramente.


Gemma Minguillón

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