Te tomaste la molestia de mirarte al espejo una y otra vez sin ver nada y maldiciendo los reflejos que, impío, te devolvía. No te gustaba lo que tus hermosos ojos veían en ese emisario de madrastras y le preguntabas una y otra vez "espejito, ¿por qué no me muestras algo que me guste ver?". Y tuviste que transformar lo que veías, lo que él te mostraba cada vez que tú, con una nueva esperanza, te asomabas a su ventana. Cambió. Se convirtió en algo que te gustaba ver y mostrar. Y sólo entonces te diste cuenta de que daba igual. Nunca imaginaste siquiera que era en tu alma, en las palabras de tu boca y en la generosidad absoluta de tu corazón donde radicaba tu belleza, tu verdadera belleza, esa de la que todos hablan y tan pocos conocen. Esa que no se marchita con los años, que no cuesta dinero. Esa que no cambia si no para bien, para mejor, para hacerse más rica y más sabia y más honorable. Esa que da a cualquier rostro, a cualquier gesto, aquél toque exacto, justo, necesario para que las verdaderas miradas, las legítimas, se prenden de él. Las que buscan esa otra, esa rara belleza que crece con el sufrimiento, con la experiencia, con la vida, con la adversidad. Esa que nunca muere, esa que obviaba el gran Pitágoras al buscar no a la más bella, si no a la mejor de las mujeres. Y con ambas bellezas, la lograda y la adquirida, llegaste a nosotros y nos llenaste de alegría, por tu alma blanca, tu espíritu inquieto, tu amor a la vida. Y rogué porque siempre la sigas amando, y te sigas amando, y aprendas a mirarte a ese espejo de tu adolescencia y, cerrando los ojos, ames lo que veas.
Gemma Minguillón
Magnífico. Con tu bella prosa poética descubres lo que esconde cada mujer: un corazón diáfano, sin dobleces.
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