Leí, o escuché, que las palabras, al pronunciarse, se convierten en realidad. Y pensé en todas las que me he callado y en las que no. También leí, o escuché, que a veces da miedo ser uno, buscar dentro, en el corazón, o en el alma, porque lo que encuentras duele, y escuece, y no nos gusta. Y vi que sí, que muchas veces finjo, que sonrío o bajo el tono cuando tengo ganas de gritar, o de llorar. También leí, o escuché, que todos los momentos que pasé contigo no son tan solo los que recuerdo, si no que hay muchos más. Que es cierto que no todo era hermoso, pero también lo es que todavía sonrío cuando recuerdo las tardes de otoño en que llegaba a casa del colegio y tú habías hecho rosquillas, esas que te enseñó a hacer la abuela. Recuerdo el olor, el sabor. Pero, sobre todo, el absoluto regocijo de mi alma infantil ante la visión de aquél enorme barreño azul lleno hasta arriba de aromáticos y deliciosos anillos de color marrón claro, que iban a durar días, que iban a estar ahí toda la semana, esperándome, cuando volviera de la escuela.
Recuerdo el chocolate caliente y las ensaimadas en la calle Petritxol. Merienda de lujo (¿acaso había un rey, o un príncipe, que pudiesen desear una merienda mejor?). Y los veranos, de vacaciones, cuando salíamos de casa por la mañana, desde el Raval, y caminábamos hasta la vía Laietana, y salíamos a la playa. Las chancletas de colores, los bocadillos. El olor de la arena. El olor del mar.
Podría seguir indefinidamente, con toda una sarta de recuerdos, de olores, de sonidos, de tu voz cantando mientras tendías la ropa. De tu risa y la mía, incontrolables. Me quedo con eso. Me quedo con todo. Te quiero. Y no sólo porque ayer fuera el día de la madre. Todos los días, toda la vida.
Gemma Minguilllón
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