-No sabría decirte-, le dije una vez más y otra, caminando bajo la lluvia, buscando el cobijo de los balcones estrechos y poco acogedores del callejón que conducía a mi cubil. -La cuestión es que no debería, lo sé, pero no puedo dejar de hacerlo.
-Lo que no entiendo- me contestó -es tu reticencia, Martina. No sé por qué deseas dejarlo. ¿Acaso te hace algún daño hablar conmigo?
-No-, dije, bajando la voz, pensativa y expectante. -No lo creo, Alarico.
-Exacto. No tienes obligaciones, nadie te espera en casa. No debes nada a nadie y, aun así, no te parece bien que hablemos a diario. Me gustaría saber por qué.
-A mí también-, le contesté, mientras sacaba la llave de mi deslucido bolso y la introducía en la herrumbrosa cerradura de la puerta desencajada del portal. "Para una puerta como esta", pensé una vez más, "no sé si vale la pena tener que llevar llave". -Escucha-, le dije de nuevo -eres todo lo que tengo y lo sabes. Si hablo contigo es porque me sacas de la amargura diaria, de todas las sombras que me rodean. Eres cuanto me importa.
-Lo sé. Pero esto es todo. No puede ser más de lo que es. Supongo que por eso te sientes mal.
-¡Si! Me siento mal por eso y porque no me das la menor oportunidad-, le dije mientras entraba en casa y arrojaba el viejo bolso al suelo. Miré al fondo del pasillo; de nuevo, el sillón desgastado y hundido me esperaba al fondo, en la pequeña sala. Me decía "ven; pasa de nuevo la noche aquí sentada, mirando la televisión sin verla, con la mente en otro lado". Me dirigí hacia el final del corredor mientras su voz me seguía hablando a través del teléfono móvil.
-¿Oportunidad? Vamos, Martina, deja de soñar. Soy tuyo, absoluta y completamente tuyo. Pero esto es cuanto puedo ofrecerte. Siempre ha sido así y siempre lo será.
- Pero ¿por qué? No lo entiendo, cada vez lo entiendo menos.
-¿Te acuerdas del libro?- Mi corazón empezó a palpitar más y más deprisa.
-¿Qué libro? ¿De qué me hablas?- Tac, tac, rápido, rápido.
-El libro, Martina. Sabes muy bien cuál.
-¡No digas estupideces! ¡No hay ningún libro!
-Martina...- su voz se suavizó, se volvió de terciopelo. Tan suave, tan dulce. -Yo puedo hablar contigo siempre que quieras, pero no deberías olvidar el libro...
-Si vuelves a nombrarlo voy a colgar.
-No, no lo harás.
-¿Cómo puedes estar tan seguro?
-Porque si lo haces me perderás.
Entré en el comedor con la respiración acelerada, sin atreverme a colgarle. Y ahí estaba el maldito libro, sobre la mesa. Grande, pesado. En el lomo, el nombre del autor: Martina López.
-No colgaré, Alarico. Prométeme que tú tampoco...
-Te lo prometo. Pero tú sabes que...
Mi corazón volvió a su ritmo normal, mi respiración se ralentizó de nuevo.
-...que yo no existo.
Cogí el libro para devolverlo a su estantería y mis ojos hicieron ver como que no veían el título: "Alarico".
-Da igual; sigue hablándome...
Gemma Minguillón
Vaya final deprimente...
ResponderEliminar