martes, 22 de marzo de 2016

Memento mori

Nuestra cultura (esta de aquí, a este lado del Atlántico) insiste desde hace ya mucho en obviar la muerte. Los niños no asisten a los funerales (pobrecitos), se les oculta en lo posible el fallecimiento de los abuelos o seres más o menos cercanos, incluso de sus mascotas. Los cuentos de hadas han sido tergiversados para que no les afecten (no se vayan a traumatizar), y así, Cenicienta no es torturada por sus hermanastras, Caperucita no es devorada por el lobo, La Bella Durmiente no es forzada por el príncipe, y un largo etcétera. Incluso, recientemente, Sant Jordi no mata ya al dragón: le riñe para que no fastidie más a los del pueblo, hombre ya, y le insta a abandonar el lugar con el rabo entre las patas. Y lo peor del caso es que no nos limitamos a los niños, no; lo que les hacemos a ellos es tan solo un reflejo de lo que hacemos con nosotros mismos. También tratamos de obviar en lo posible todo lo referente a la muerte, que hemos convertido en algo aséptico, algo que hay que olvidar cuanto antes. ¿Es sana tal conducta? ¿Es saludable olvidar que estamos vivos y que, por tanto, algún día dejaremos de estarlo? La muerte es, genéricamente, el sentido de la vida. El acicate que nos hace levantarnos de la cama y saborear el café, cerrar los ojos para oler una flor y que nada perturbe esa percepción preciosa; perder la vista hacia el mar o sonreír mientras sentimos cómo la piel se va erizando bajo una caricia. La muerte forma parte de la vida, pero lo hemos olvidado y vivimos como si nunca fuera a terminarse. Aislamos a los niños de esa realidad, nos aislamos de ella nosotros mismos. Recordemos nuestra naturaleza animal; no tenemos otra. A lo mejor, así saborearemos mejor la vida. Como decía el gran Alejandro, "el sueño y el sexo me recuerdan que soy mortal".


Gemma Minguillón

No hay comentarios :

Publicar un comentario