Me gustan los toros. Me caen bien. Tienen pinta de noblotes, aunque no me gustaría vérmelas con uno tan de cerca como el torero de la foto. Sesenta kilos contra seiscientos no es proporcional, aunque casi siempre gane el que está de pie. Eso sí, muchas veces mal herido, o bien herido, o hasta muerto. Me diréis: "Él se lo busca". Claro que se lo busca. Le va la marcha. Y no me gusta nada lo que le hace al toro, aunque se implique en la batalla hasta las trancas. No me gusta el cortejo, el baile alrededor, la invitación, la provocación a la que el macho (el toro) acude como todo ser viril sin pensárselo dos veces. ¿Os habéis dado cuenta? Es como los bailes nupciales de cualquier especie, todo un ritual. El toro pierde casi siempre, el torero a veces. Pero claro, no siempre la cosa es tan ecuánime; en ocasiones son muchos contra uno, por muchos seiscientos kilos que pese. Muchos a caballo, muchos con lanzas; muchos, porque hay que ser muchos cuando se es menos macho. A lo mejor sería cuestión, digo, de ir dejando en paz a los animales, ¿no? De divertirse en la feria, en los caballitos o en la montaña rusa, de ir a ver a un buen grupo de rock o a tirar tiros a la diana con esa escopeta trucada que nos da el feriante. A lo mejor podríamos aprovechar las fiestas para bailar, reír o emborracharnos, o ligar o algo, no sé. Yo creo que tenemos imaginación para eso y para más (me ofrezco a dar ideas; me sobran). Pero a los animales, si eso, dejémosles en paz, eh. Porfa.
Gemma Minguillón
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