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viernes, 13 de noviembre de 2015

Catalina la Grande

La Historia la escriben, como todos sabemos, los ganadores. O al menos, los que no dejan testigos y hacen que la cosa parezca un accidente. De eso, los americanos saben un rato (por su mala propaganda, justificada en este caso, todavía hay mucha gente que piensa que Hitler era un enano cabrón, cuando el hombre medía un metro ochenta y cinco, de manera que sólo era cabrón y no enano). Pero nuestros compañeros isleños, los ingleses, saben todavía más de ese juego. Nunca perdonaron a España su gran Imperio del siglo XVI, con lo que, una vez obtenida la supremacía marítima a golpes de pirateo y patentes de corso concedidas por la reina, se dedicaron a denostar todo cuanto salía de aquí, hasta conseguir que los propios americanos nos pinten como unos garrulos y no distingan entre un vasco, un catalán y un mexicano. Ese deporte les llevó, en el siglo XVIII, a deteriorar cuanto pudieron la figura de Catalina la Grande, hasta el punto de que todos nosotros la veamos como una especie de ser repulsivo y maldito. La ignorancia es la madre de muchos de nuestros males; nada como documentarse de distintas fuentes para romper prejuicios y falsos mitos.
Catalina fue llevada a la corte de Rusia a mediados del dieciocho. Convencida de su gran responsabilidad, se decidió a ser una buena zarina y puso toda la carne en el asador. Se ganó la confianza de la madre de Pedro, el Gran Duque, quien la admitió en la corte y la casó con su hijo, que entonces tenía dieciocho años. Pero Pedrito tenía un problema: Era impotente, aparte de un friqui de cuidado, y se pasaba el rato jugando a soldaditos, porque aún no se había inventado el Warhammer. Catalina deploraba su actitud y, en sus memorias, lo trata sin piedad como un absoluto imbécil. De modo que tuvo que comenzar a buscarse amantes con los que dar a la emperatriz el heredero que esta tanto deseaba. Sistemáticamente, la separaban de todos y cada uno de los niños que tenía, nada más nacer. Pero Catalina siguió luchando cuanto pudo y, a la muerte de Isabel, se convirtió en emperatriz, pasando por encima de Pedro, que se retiró a jugar a soldaditos dejándole el mando gustoso a su esposa. 
Y Catalina comenzó planes innovadores: Puso en marcha políticas sociales, se alejó del militarismo, dejó de condenar a muerte porque sí a cualquiera que se opusiera al régimen, y consiguió que Rusia fuera el país de referencia y de mayor influencia en la Europa del momento. Los ingleses no se lo perdonaron nunca y comenzaron a ridiculizarla; una mujer sexualmente libre era un plato demasiado apetitoso para la prensa amarilla de la época. Y así, ha llegado hasta nosotros la leyenda de que murió bajo un caballo, no pateada, sino teniendo sexo con él. 
¿Deberíamos informarnos antes de juzgar? Claro. Pero, ¿quién puede resistirse a un buen chisme?

Gemma Minguillón

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