Barcelona-Dusseldorf

Solía hacerlo todas las mañanas (¿tú no?), justo en el momento en que mi cerebro ya estaba despierto, pero mis ojos no se abrían por miedo a dejar escapar las imágenes efímeras, pero aún intensas, de mis sueños. "Padre nuestro", comenzaba, trayendo a mi mente todo cuanto me inquietaba: Facturas por pagar ("que estás en los cielos"), tan poco dinero ya en la cuenta ("santificado sea Tu nombre"), los problemas naturales de la adolescencia de mis hijos ("venga Tu reino"), la precaria salud de la abuela ("hágase Tu voluntad"). Y poco a poco, los pies en el suelo y los ojos ya abiertos, comenzaba el día una vez más con la misma inercia, habiendo cumplido el ritual de nuevo, como siempre. 

      Muchas cosas habían pasado y otras comenzaron a pasar. Las aguas del océano Pacífico arrasaban Tokyo con un tsunami; guerras (como siempre) por Oriente, por África; crisis mundial ("así en la Tierra como en el cielo"). Y un día comencé a ver por televisión hombres jóvenes vestidos con monos naranja, arrodillados al lado de una especie de ninja de negro que les cortaba el cuello brutalmente. Y ataques absurdos contra inocentes se repetían una y otra vez por todo el globo, y accidentes sin sentido se sucedían, segando vidas que apenas habían comenzado a serlo ("el pan nuestro de cada día dánosle hoy"). Empezó a parecerme cada vez más idiota molestar a ese Logos, al supuesto Demiurgo, con mis tonterías, con mis facturas, con mi cuenta, con los problemas de mis hijos (los hijos de otros empuñaban fusiles desde los seis años o morían reventados por sus propios cinturones de bombas). Y un día se estrelló un avión. Otro más, pero de la forma más absurda. Un piloto enfermo, ciento cincuenta almas a bordo. Una madre con su bebé, unos chiquillos que volvían a casa; personas, personas inocentes. Personas con sus vidas. Todos muertos ("¿perdona nuestras deudas?"). Fue inevitable hacerse preguntas: Yo no tenía derecho a molestarle, sin duda, con mis cosas, pero ¿a quién? Si no comprende, si no empatiza, de qué sirve hablarle, rogarle? Y si, de hecho, no está, ¿para qué seguir haciéndolo?

                                                                                                                                 Y ya no rezo.


                                                                                   Gemma Minguillón