Yo pienso, ¿tú piensas?

No fue hasta llegar a COU (el antiguo curso de acceso a la universidad) que estudié filosofía por primera vez. Mi profesor, un hombre joven llamado Mariano, cariacontecido y enjuto, que solía lucir un jersey de color verde de idéntico tono de la pared que tenía detrás durante la clase (lo cuál era divertidísimo porque parecía que sólo tuviera cabeza y manos), era un apasionado de su materia, de la que sabía mucho más que de pedagogía, porque lo que era transmitir sus conocimientos no se le daba demasiado bien. Me fui de COU, pues, sin que Mariano me hubiera explicado que filosofía viene del griego y significa amor a la sabiduría (sí, no es muy importante saberlo, pero a mí me parece hermoso). Eso sí, fue prolífico en sus explicaciones sobre Aristóteles, Sócrates, Platón, Zenón de Elea y muchos otros: los primeros hombres que, viviendo en una nación que no tenía la necesidad de preocuparse por su sustento dada su alta renta per cápita, hicieron algo que nadie había hecho nunca antes: Hacerse preguntas. Que si quiénes somos, que si de dónde venimos, que si qué finalidad tiene la vida, y muchas más. Las respuestas eran siempre, como mínimo, originales; las teorías filosóficas de la antigua Grecia rayaban con frecuencia en el disparate. Pero eso es lo de menos. Lo importante era que, por primera vez en la historia, toda una cultura empezó a cuestionárselo todo. Absolutamente todo. Y eso fue lo que dejó el poso que retomaron los romanos y los bárbaros siglos después, poniendo la primera piedra de nuestra actual Europa.

      ¿Qué ha pasado entonces? ¿Qué nos ha llevado, tras tantas guerras, tantas crisis y tantas fantásticas mentiras, a no cuestionarnos nada, a aceptar cuanto nos dicen sin hacernos ni hacer preguntas? Un montón de cosas, claro, que requerirían un estudio sociológico riguroso que no estoy en condiciones de hacer. Pero sí que puedo decir, pedir, rogar, que no abandonemos la filosofía. No, no es necesario que nos leamos la vida de Aristóteles y de Platón. Sólo digo que volvamos a cuestionárnoslo todo, absolutamente todo. Que nos volvamos a hacer preguntas, a buscar respuestas. Que no demos nada por bueno porque sí. Que pongamos en marcha, una vez más, nuestra máquina de pensar. Y entonces, a lo mejor, no estará todo perdido.

Gemma Minguillón