No sé qué tiene el Yamato que me ha fascinado siempre; nunca se construyó un barco de mayor tamaño, y sé por experiencia que los barcos grandes me aterran (apenas puedo estar al lado de la Galera Real en las Drassanes). Pero este acorazado japonés de la segunda Guerra Mundial me pone la piel de gallina. No sólo es su tamaño, que influye, sino todo lo que supuso.
El Yamato era el buque insignia de la Flota Combinada Japonesa. El almirante Isoroku Yamamoto estuvo a bordo de él durante el ataque a Pearl Harbor, del que fue base de la operación "Tora, tora, tora", que todos, tristemente, conocemos. Pero no pudo entrar realmente en guerra; con su enorme envergadura, sus más de setenta mil toneladas y sus nueve cañones, no es que pasara desapercibido por esos mares. Si los aliados lo encontraban, no necesitaban ni apuntar; podía entrarles el sueño sobrevolándolo y tirar sin mirar, que le daban seguro. Los alemanes, a causa de las limitaciones que les impuso el tratado de Versalles, no podían construir tales monstruos y fabricaron acorazados de bolsillo, como el Graf Spee, que era tan chiquitín que no lo detectaba nadie, y tan mortífero que hizo mucho daño antes de "suicidarse" en el mar del Plata, acosado por el Exeter, el Ajax y el Aquiles (los americanos fueron los más listos de todos e inventaron los portaviones).
El Yamato libró muchas batallas hasta que en la final fue bombardeado hasta reventar. Y no hace mucho que se encontró el pecio; qué sensación extraña cuando vi el reportaje y distinguí en su proa el crisantemo de la familia imperial que, decididamente, indicaba que aquél era el Yamato.
Podríamos hablar de la tontería humana, de la ambición de construir grandes cosas, de venganzas divinas. Pero dediquemos mejor un pensamiento a todas las víctimas de estas horribles catástrofes; hoy, un recuerdo para los miles de marinos que se quedaron atrapados para siempre en el mayor barco jamás construído.
Gemma Minguillón
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