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martes, 29 de marzo de 2016

La desgarradora historia de amor del pequeño ángel

Se había caído una vez más (¡qué torpe!) y sólo podía sentir el olor del musgo que taponaba su nariz. Se quedó así unos segundos, hasta llegar a darse cuenta de que no podía respirar y, seguramente, iba a morir ahogado si no lo hacía pronto. De manera que levantó la cara del suelo y sopló fuerte, hasta conseguir que sus pulmones volvieran a llenarse de oxígeno. Olvidando al instante el incidente, se sentó y miró a su alrededor: un bosque espeso y umbrío le rodeaba, aunque él recordaba que el sol lucía alto en el cielo hacía pocos minutos; las sombras, la oscuridad, eran tan solo fruto del espeso follaje que se cernía sobre él. Miró en todas direcciones. No sentía miedo; no era la primera vez que se veía en una situación de aprieto. Puede que fuera un pillo, un pequeño lío con alas, pero jamás fue un cobarde, de manera que se puso de pie y comenzó a caminar despacio por lo único parecido a un sendero que encontró. Sus sentidos le engañaban a veces, pero sabía bien que podía confiar a ciegas en su oído. De modo que lo aguzó, para  conocer mejor el lugar que le rodeaba. Y así, a su izquierda, en lo alto de un gran pino, pudo escuchar el roer de los pequeños dientes de una ardilla que se afanaba sobre una piña; a su derecha, un pájaro carpintero picaba con insistencia la dura corteza de un roble para hacer de él su hogar. Sonrió; nada de todo aquello le era ajeno. Nada, salvo el cántico suave que, de pronto, comenzó a escuchar ante sí. Siguió el sendero sin hacer el menor ruido con sus pequeños pies livianos y la vio. Una mujer brillante, dorada, colorida, con su larga y hermosa cabellera mojada, sumergida hasta las rodillas en un remanso del río, llenaba de agua las palmas de sus manos y la vertía después sobre su piel, una y otra vez, como en un ritual sagrado. Su voz, apenas perceptible para otros que tan sólo pueden oír las cosas menos esenciales, llegaba como un hilo de agua y oro hasta los oídos del pequeño ángel. La voz, el agua, los cabellos. La piel brillante, suave. Los rayos de sol que se filtraban entre la maleza del bosque para ir a dar, todos juntos, sobre la inenarrable figura de la diosa. Y el ángel no supo qué hacer con todo aquello, de manera que no hizo nada. Se sentó sobre una roca, sin saber si ella le veía o no, y la miró, y la escuchó. Todos sus sentidos se llenaron de ella, de su canto, de su risa, de su presencia. Y no importaba, pensó, si la diosa le veía ahí pasmado, si se asustaba o se burlaba de él. Lo importante, lo capital, era que no desapareciera. Que su luz le siguiera bañando, que su melodía siguiera cantando en sus oídos, que su presencia no se desvaneciera. De modo que se quedó ahí, sin hacer ruido, sin apenas respirar, sabiendo que, si lo hacía, se rompería el ensalmo y el bosque volvería a ser un bosque oscuro, aterrador, con los mismos árboles y los mismos seres que siempre lo habían habitado. Siguió, pues, aguantando la respiración, mirándola sin apenas pestañear, tratando de ser invisible a sus ojos.Y así la tuvo tanto como pudo tenerla.


Gemma Minguillón

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