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lunes, 19 de mayo de 2014

Cuentos increibles: La prenda

       “Tac, tac”, sonaba tras de sí el suelo de piedra húmeda. “Tac, tac”, y los latidos de su corazón se confundían con el taconeo de sus botas. La capa volaba a su espalda acariciándole los hombros, enredándose a veces en sus piernas y produciéndole un sobresalto tras otro. El sudor perlaba su frente despejada y limpia; los cabellos se humedecían a cada paso que daba. “Tac, tac”. Alzó la vista para encontrar la mirada de la Luna, que aquella noche se enseñoreaba del cielo negro y sin estrellas. Blanca, clara, parecía gritarle “vete, este no es tu sitio”. Pero tenía que hacerlo; todos los estudiantes de primer año debían pagar la prenda que les imponían los veteranos para ser aceptados. Las candelas de petroleo de la calle temblaban a su paso, haciendo aún más mortecina la luz que iluminaba escasamente sus pasos firmes, una firmeza que parecía tratar de convencer a su espíritu de que hacía lo correcto. “Hasta el cementerio”, le habían dicho. “Debes coger el aldabón y picar tres veces, justo al dar la media noche el reloj de la torre”. No había podido mostrar su pánico ante tal sugeréncia; con gusto habría hecho la cena de todos durante un mes, o habría lavado la ropa de los veteranos en el río, como habían tenido que hacer otros compañeros de su promoción para poder ingresar en la Hermandad de la Universidad. Pero el cabecilla parecía haberse dado cuenta de su terror a la oscuridad, a la noche. Quizás por lo que su madre le había repetido algunas veces: Que gritaba en sueños, aterrorizado, diciendo cosas incomprensibles. De modo que su prenda consistió en una prueba de valor; de un valor que siempre había tenido para enfrentarse a cualquier problema, a cualquier adversidad, pero del que carecía absolutamente cuando se trataba de su terror a lo desconocido. Y Salamanca estaba especialmente siniestra en aquella Noche de Difuntos.

       La puerta del cementerio pareció saludarle de lejos, con su herrería oxidada por el paso de los años. A su través se veían apenas brillar las lápidas de mármol, en aquella noche de luna que proyectaba las sombras de los ángeles de piedra sobre ellas. Sin respirar, levantó la mano hacia el aldabón. “Tres golpes”, pensó “y todo habrá terminado”. Con la mano fría y temblando, tomó la pesada aldaba y la levantó. Su sonido al caer le heló la sangre, como si aquel ruido tan fuera de lugar en la quietud de la noche pudiese despertar a algún espíritu inquieto. Las campanadas de las doce le acompañaban en la lejanía. La levantó de nuevo, cerró los ojos; otro golpe. Sin aliento, la dejó caer por tercera vez para, inmediatamente, girar sobre sí mismo y salir corriendo como alma que lleva el diablo. Pero entonces alguna cosa le dió un tirón a su capa. Sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras su corazón dejaba de latir. Y, al caer al suelo, se soltó por fin la capa que había quedado prendida en el aldabón tras el tercer golpe.

                                                          Gemma Minguillón

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