Era el año 18XX.
Desde el invierno, las
huestes napoleónicas se batían en retirada a lo largo de toda Europa.
Ese día, la primavera
prusiana dejaba sentir su calidez.
La posada de Hanz, a
las afueras de la ciudad de Hannover, punto de encuentro de oficiales aliados,
estaba rodeada por robustos árboles que ya desplegaban su follaje bañándola con
su sombra. En el interior Hanz, un grueso
germano que se acercaba ya a los cuarenta, atendía a una variopinta colección
de soldados que pronto partirían hacia Leipzig.
La taberna estaba iluminada
sólo por la luz del sol que un tosco portón de madera abierto dejaba entrar.
Tenía también un par de pequeños ventanales laterales, demasiado sucios y
opacos como para mirar a través de ellos. El resultado era un ambiente oscuro,
que parecía más pequeño de lo que era. En la pared de la izquierda, estaba una
maciza barra de granito ya pulida por los años. Frente a ella se disponía una
fila de cuatro mesitas de madera muy vieja con sus taburetes a juego. En la más
cercana a la puerta, se encontraba el capitán del tercer regimiento de dragones
sir William Crook, acompañado por el también británico teniente de navío sir
Charles Goodflower. Las dos mesas siguientes estaban ocupadas por seis o siete
soldados alemanes y austriacos que charlaban animadamente. En la mesita del
fondo, en la esquina más oscura, un cosaco, hombre robusto de aspecto feroz
bebía solo, ajeno a todo lo demás. Sir William, hombre de unos cuarenta años
muy bien llevados, de mediana altura y aspecto algo desaliñado, parecía más
bajo y redondo de lo que en realidad era. Sus penetrantes ojos azules,
insertados en un rostro colorado con una expresión siempre burlona, parecían
reírse ahora de su compañero de tragos. El teniente de navío Goodflower era el
contrapunto del capitán. De unos treinta años recién cumplidos, delgado y alto,
sus facciones en principio joviales, habían sido ya moldeadas por la sobriedad
de la vida en la marina. Vestía un impecable uniforme rojo y azul que le hacía
parecer aún más espigado. Se habían conocido en el viaje desde Inglaterra. El
navío en el cual servía el teniente había transportado un par de regimientos de
dragones hasta Prusia, entre los cuales estaba el del capitán. Goodflower era
uno de esos oficiales muy diestros en su oficio, que sin embargo eran
totalmente inexpertos en todo lo demás. Hombre eficiente donde los haya, sin
demasiada imaginación, que creía aún en el servicio a su patria. Durante la
travesía entablaron conversación un par de veces, cogiéndole el capitán cariño
o compasión, por lo que al llegar a tierras alemanas se decidió a traérselo
consigo y enseñarle un poco de la vida en tierra y de la vida en general. Pese
a las protestas del marinero, se habían alejado del campamento inglés y,
adentrándose en territorio aliado, no habían parado hasta dar con un tugurio apropiado para hombres, según
Crook.
Ahora, los ojos
entrecerrados del joven teniente delataban que el tercer vaso de ron alemán no
le estaba sentando demasiado bien. Inocentemente, había desafiado a Crook y
ambos se habían dispuesto a beber de ese ron dulzón, que le entorpeció la
lengua a la primera copa y a la tercera amenazaba con hacerle perder el
equilibrio. Dirigió una mirada llorosa a su impávido contrincante y se dio
cuenta de que había perdido antes de empezar. El capitán sonrió, exhibiendo su
perfecta dentadura, aceptó de buen grado que su más reciente amigo se encargara
de la cuenta, y excusándose se retiró al servicio de caballeros.
Algunos soldados de las
otras mesas que habían seguido el duelo con la mirada se le acercaron,
consolándole alegremente.
-No hay vergüenza en
perder contra el mejor- dijo en un rudo inglés un jovencísimo sargento alemán,
lo que pronto fue corroborado por un veterano austríaco de cabellos ya grises.
-Ése con quien usted
bebe es el Capitán Crook, famoso por sus imaginativas e insólitas tácticas en
el campo de batalla, así como por su resistencia a la bebida- agregó sonriendo.
Hanz se acercó a la
mesa del teniente, invitándole a una infusión.
-Le sentará bien- y
agregó- el capitán es sin duda el mejor bebedor que he visto nunca. Es la
tercera vez que viene por aquí. Se dice que incluso Napoleón le reconoció sus méritos en algún discurso: “Me extraña
que los ingleses no nos combatan en tierra, si sus capitanes son tan rectos como Crook”- dijo el
posadero, con un ligero tono nasal, provocando las risas de todos.
Al ver volver al oficial
británico, el viejo austríaco intentó
cambiar de tercio:
-No creo que Napoleón
lo dijera realmente- observó, y reparando de pronto en el solitario del fondo
agregó, con un exagerado acento francés: “Dadme 20.000 cosacos y conquistaré
Europa, sino el mundo”
Todos sonrieron
nerviosamente, esperando que el aludido no se diese por enterado, a excepción
de Crook que acababa de tomar asiento, y del joven sargento, que agregó
imprudentemente:
-¡Cosacos! ¡Si sólo
sirven para beber! Apuesto a que ni siquiera el capitán aquí presente podría
con uno de esos brutos!
El joven había
pronunciado estas palabras con una sonrisa que no tardó en morir al reparar en
la expresión sombría de sus compañeros. El silencio que reinó durante los
instantes siguientes heló el interior del local, paralizando a todos sus
ocupantes. El cosaco levantó al fin la mirada, que se fundió con la del inglés.
Los ojos de los demás iban de un hombre al otro, muy lentamente y todos a una,
como temiendo desencadenar lo inevitable.
Entonces, el hombretón
ruso sonrió, señalando con su gruesa mano izquierda la silla vacía del otro
lado de la mesa. Llevaba éste un cabello negro mal recortado, que cubierto por
un sombrero de piel característico de los de su pueblo, le daba un aspecto de salvaje. Crook sonrió a
su vez y un momento más tarde ambos hombres se encontraban sentados frente a
frente, con sólo una botella de ron a medias atreviéndose a permanecer entre
ellos. Los demás soldados formaron un semicírculo con sus taburetes, guardando
un respetuoso silencio, que sólo fue roto por la voz del británico:
-Capitan William Crook-
dijo con un tono despreocupado, extendiendo una mano derecha blanca y lisa.
-Yesaúl Pietr Bjieleg- respondió con un inglés recortado pero eficaz
el hombre del este, devolviendo el apretón con una mano áspera y curtida por
mil inviernos.
Hanz, que se había
acercado sigilosamente a la mesa, reemplazó la botella a medias con una recién
abierta, alcanzando una copa al oficial inglés, del mismo tamaño que la de su
contrincante, y se retiró a la barra donde permaneció expectante.
Alguien comentó en voz
baja si el duelo era justo, puesto que Crook acababa de dar cuenta de unas 3 o
cuatro copas, pero otra voz igual de tímida recordó que el cosaco ya se había
bajado casi media botella sentado él sólo, por lo que todo estaba en orden.
Los dos hombres habían
seguido mirándose fijamente durante todo ese tiempo, casi sin parpadear, ajenos
a los comentarios de los demás, con unos ojos que desmentían la amabilidad de
sus sonrisas.
El cosaco fue el
primero en beber, seguido inmediatamente por el británico.
Rápidamente se
sucedieron la segunda y la tercera copa. La cuarta tardó un poquito más. Cabe
recordar que éste no era un ron cualquiera. Destilado por la familia de Hanz
durante generaciones, era capaz de tumbar a cualquier saludable muchachote
alemán en dos o tres consumiciones.
Iban ya por el quinto
viaje, cuando ambos hombres empezaron a percibir una ligera bruma alrededor de
su mesa, de modo que más allá de ésta ya no había nada más que oscuridad.
Bárbaro y sir continuaron bebiendo de botellas que
el diligente Hanz reemplazaba fugazmente. Tanto las cabezas de uno como de otro
empezaron a distanciarse de la pequeña taberna, sumergiéndose en la neblina de
sus recuerdos.
Pietr había nacido en
la lejana Ucrania, en las Tierras Voisko del Don.Ya desde su más tierna
infancia, tuvo que enfrentarse a la crudeza de la vida típica de su pueblo, a
la cual consiguió adaptarse gracias a su físico privilegiado y sus habilidades
a lomos de un caballo. William, por su parte, había venido al mundo en el seno
de una modesta pero sólida casa noble, los Crook de Londres, de quienes heredó
el título de sir, aunque no una herencia, al haber nacido segundo varón. Debido
a esto, y al lugar especial que ya desde pequeño los caballos ocupaban en su
corazón, decidió abrazar la tradición militar familiar por lo que pasó su corta
adolescencia a lomos de esos nobles animales, hasta ser admitido en el
regimiento de dragones. Compartiendo esta misma pasión, aunque en
circunstancias muy diferentes, Pietr pasó también su juventud montando
robustos caballos, con los que participaba en todo tipo de acciones militares a
lo largo y ancho del Imperio Ruso junto a su hueste, destacando pronto como un
jinete excepcional y un líder respetado por sus hombres, llegó a convertirse en
uno de los capitanes cosacos más temidos por las tropas francesas en Rusia.
Especímenes como éste habían causada la estupefacción y admiración del
emperador Napoleón. William, ése hombre que parecía no tomarse nunca nada en
serio, también había ascendido rápidamente, deslumbrando tanto a sus superiores
como a sus enemigos con sus elegantes e insólitas formaciones en combate,
llegando a ser, con los años, uno de los oficiales predilectos del rey Jorge
III. Éstos dos talentos tan opuestos y tan similares, iban ya por la tercera
botella. Bebían ahora muy despacio, sin ver a la multitud de caras masculinas
que, con expresiones que iban desde la incredulidad hasta el horror, les
rodeaban ansiosamente.
Continuaron aún largo
rato, sumergido cada uno en sus recuerdos.
El capitán Crook se
veía a sí mismo en su juventud, recibiendo su primera condecoración a manos del
mismísimo rey británico, acompañada de una afectuosa palmada en el hombro que
provocó la envidia de los presentes, mientras que Bjieleg recordaba la primera
vez que había desfilado frente al todopoderoso Zar, y cómo su forma de montar
había atraído sus miradas años antes en San Petersburgo.
Ambos combatían a los
franceses, uno en España y Austria, el otro en la batalla de Borodino.
Décadas de combates,
cada uno con su fiel corcél, se entremezclaron en una bruma que los envolvía,
uniendo y confundiendo sus memorias.
De súbito, ambos
hombres estrellaron su frente contra la dura mesa de madera.
Cayeron dormidos al
mismo tiempo, para desesperación de los allí presentes que, habiendo esperado
largo tiempo en absoluto silencio, llenaban ahora la taberna con gritos de
amarga decepción.
Mientras tanto dormían
el cosaco y el inglés, cortando éste con su caballo las nieves de los Urales y
aquél recorriendo las verdes praderas británicas… o era al revés?
Ya lo sabes, pero te lo digo igual: Tienes un léxico muy rico, una documentación perfecta y una clarividencia compositiva fuera de toda duda. Eres un buen escritor, aunque nuestras bibliotecas estén llenas de patanes que publican. Gracias de nuevo.
ResponderEliminarGracias por el comentario Judith, me alegro de que te haya gustado!
ResponderEliminarEn realidad era yo desde su ordenador :) Si te gusta leer en catalán, me gustaría que te descargaras mi "T'estimaré fins que em mori" y me dieras tu opinión, la opinión de un escritor.
ResponderEliminarSe me olvidó comentar! ^^" Me ha encantado tu relato, ya sabía yo que eras un crack escribiendo, me encanta leerte, sigue escribiendo porfa, nunca desaprovecharé oportunidad de leer tus maravillosos relatos! :)
ResponderEliminarAhora si que soy Judit.