Carlos Centeno, el día que lo iban a matar, se despidió de su madre y sus hermanas con una sonrisa en los labios, jugueteando dando patadas a las piedras del camino. Canturreaba una canción. Era un día caluroso de agosto, mediodía del lunes. A lo lejos un pájaro negro canta y le recordó las palabras de su abuela, que predecían la muerte algún familiar. Él no creía en supercherías. Sólo en lo que podía ver. El sendero era angosto, apenas una persona cabía por el tortuoso camino, rodeado de vegetación y árboles. A lo lejos, el monte se erigía como un estandarte, destacaba el azul luminoso del cielo con nubes de algodón.
Su vida nunca fue fácil. Su padre falleció en plena crisis de la industria del banano. Eran pobres, condenadamente pobres. Ahora sería el hombre de la casa, el primogénito, el que tenía que llevar un sustento. Así se lo dijo el viejo Izarías su tío abuelo. Poco a poco se desvanecieron sus sueños de jugar al fútbol, de saltar por los tejados con su amigo Pedro “El Pirata”, de tirar a las niñas de las trenzas. Todo eso se esfumaba como el humo del tabaco del viejo Izarías. Ahora era un hombre, a sus quince años.
Encontró trabajo en la cercana fábrica de flores. De allí se las exportaban, a diario, a diferentes partes del mundo; pero él no era hábil con las cuentas, le resultaba difícil alinear los diferentes pedidos, seleccionar a qué país irían dirigidos. Él sabía arar la tierra, cargar de heno el camión, pero aquel trabajo era demasiado complicado para él. Estaba acostumbrado a cargar grandes fardos, a hacer los recados para su madre, a subirse al tejado y reparar los desperfectos, pero el trabajo de la fábrica era un tanto complicado para un muchacho analfabeto. Así se lo dijo el capataz cuando le entregó el sobre con el sueldo del mes.
En el pueblo se empezó a hablar de un combate de boxeo que se organizaría en las fiestas de la patrona Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, tenían varios meses para entrenar duro. Su amigo le convenció que con su fuerza y un poco de entrenamiento, quizá ganara los trescientos mil pesos de premio.
Carlos era bueno para el boxeo. Sabía esquivar los golpes con maestría, y sobretodo utilizar su gancho izquierdo con gran precisión, con un juego de pies que engañaba al contrincante y asestarle un duro golpe cuando estaba confiado. Su truco consistía en dejarse pegar, aparentar una debilidad que no tenía, para, en el momento más inesperado asestarle una cascada de golpes en el estómago, hígado, hasta dejarle K.O. Se hizo un nombre como “El Puma de Loreto”, era conocido en toda la comarca.
Cada madrugada, llegaba a su humilde vivienda con hematomas y golpes después de cada pelea, bajo la atenta mirada de su madre que, apenada, curaba los moratones y heridas de su hijo. En ese año sus dos hermanas mayores se colocaron en la fábrica de flores, y su madre cosía en casa prendas de aquellos vecinos que necesitaban de sus servicios como costurera.
A escondidas de su cuarto, la madre lloraba por su hijo. Se sentía mal por recoger esos pesos ganados de forma tan brutal. Hace tiempo que se percató de que su hijo no era como los demás, era “especial” con una mentalidad de un muchacho de doce años, inocente, sin malicia. Era por lo que más sufría.
Su gran oportunidad llegó con el combate con el “Gran Pambele”, campeón de los pesos pluma en Medellín. Si Carlos llegaba a vencer, en su casa no habría hambre por una temporada. Los corredores de apuestas apostaban por el muchacho.
Aquel sábado era el gran día. La pelea que todos esperaban en el pequeño pueblo de Loreto. Era aún un foráneo en el mundo del boxeo, pero confiaba en su fuerza y su juventud para hacerse un sitio en ese deporte tan cruel. Se puso el calzón con un puma bordado por su madre, confiando en que le traería suerte, aunque según atravesaba la ciudad por el río Magdalena cruzaba un cortejo fúnebre por Mama Grande. La muerte estaba presente siempre en las predicciones de su abuela.
El animador de ceremonias vociferó a través de un altavoz: “Estamos en vivo desde Bogotá dónde se enfrentan “El Puma de Loreto” contra “Gran Pambele” . “El Puma de Loreto “con pantaloncillo azul con rayas blancas “Gran Pambele” pantaloncillo negro guantes rojos peso welter 66.500grms.
Comenzó la pelea crispando los dientes “El Puma de Loreto”. “Gran Pambele” soltó recto de derecho a la barbilla Carlos Centeno, que contestó con una combinación de ganchos en corto derecha izquierda volado con la velocidad de un rayo de golden sobre “Pambele”. “El Puma de Loreto amortiguó los golpes, el contrincante se lanzó como una fiera, volando gancho al hígado, haciendo tambalearse. Cayó a la lona, suena la campana “Gran Pambele” arremetió una y otra vez con un Carlos que no respondía a los golpes. Algo se quebró en su cabeza cuando cayó y escuchó… 8, 9, 10. No se apercibió de los camilleros, del doctor mientras lo reconocía. Sólo una palabra salió de su boca: “mamá”. Perdió por K.O.
Doña Rosalía supo que su hijo ya no volvería a ser el mismo. Los golpes fueron tremendos y le dañaron la nariz y parte de la cabeza. Los camilleros se lo llevaron a la enfermería. El médico ordenó trasladarlo de inmediato al hospital más cercano. Tenía una brecha en la cabeza que no le gustaba nada.
Tardó diez largos días en recuperar la consciencia. Al despertar se encontró con la mirada de su madre y preguntó ¿vencí, mamá? Ella no pudo contener las lágrimas. Después de hablar con el neurólogo, Doña Rosalía confirmó sus sospechas. Su hijo tenía importantes lesiones cerebrales, en el argot del boxeo se decía que había quedado “sonado” Tenía una mirada apagada, miraba sin ver, emitía unos sonidos ininteligibles. Se había olvidado de hablar, de comer. Pacientemente ella le cuidó junto con sus hermanas en los últimos meses siguientes. Ya nunca podría boxear.
Carlos, en su fuero interno se notaba “distinto”, los simples cálculos contables eran de una dificultad extrema para él. Su memoria estaba resquebrajada, no recordaba apenas nada de sus días de infancia, y le tenían que repetir los nombres de sus interlocutores varias veces. Sufría por todo ello, pero de su boca no salió una queja. Había hecho planes para pedir la mano de Edelmira, la hija de la profesora. Ahora sentía que no era válido, unas lágrimas luchaban por brotar. “No, los hombres no lloran” se dijo.
Desde entonces, deambulaba por los pueblos de los alrededores. Cometía pequeños hurtos. Su madre, miraba el botín: las gallinas, algún lechal, pero no decía nada. Tenía cuatro hijas que casar. Era difícil para una viuda llevar una economía con la falta de trabajo y el empobrecimiento del país. Con lo de sus hijas en la fábrica de las flores no era suficiente. Y la pequeña aún asistía al colegio. Lo que su hijo trajera cada día sería bien recibido en aquel hogar. Tal vez por eso, ella le preparaba al joven sus viandas preferidas como el sancocho, mute de queso o las arepas.
Carlos, al bajarse del tren de mercancías, en el cercano pueblo de San Roque, no imaginaba su final. Le habían contado que en las afueras vivía una vieja viuda en una casa apartada del pueblo. La asustaría y se llevaría todo el oro, los pesos y objetos de valor. A lo lejos se vislumbraba una desvencijada casa de estilo colonial construida de madera, en forma de U enorme, con un jardín en el abandonado, lleno de maleza, ocultaba parte del gran caserón que a simple vista parecía del todo abandonado, no salía humo de la chimenea, sólo había quietud. Ningún sonido procedía del interior.
Era la casa de la viuda de D. Ferrer, el anterior médico del pueblo que murió de unas fiebres extrañas, aunque en el pueblo decían que la extranjera estaba chiflada.
Carlos vigiló los días anteriores la casa. Nadie visitaba a la viuda, sólo el cartero que religiosamente todos los viernes entregaba correspondencia. No había movimiento alguno. No se recibían visitas, nadie aparecía por allí. Se dijo que aquel trabajo iba a ser muy fácil. Con presteza, sacó sus herramientas. Con un pequeño martillo y el destornillador hizo palanca en la cerradura del gran portón de la entrada.
No le dio tiempo a más. Un fogonazo hizo que cayera de bruces en el suelo, con la mirada fija y un socavón entre ceja y ceja del que brotaba una sangre espesa a borbotones. La viuda lanzó un grito sin atreverse a abrir la puerta. Tiró al suelo el pistolón, sintió miedo, mucho miedo. Alguien pretendía entrar por la puerta. Le había dado a alguien, arrimó el oído a la puerta pero no se oía nada. Sólo silencio. Con manos temblorosas, tiró el arma al suelo. Y se tiró al suelo, sollozando desconsolada. ¡Había matado a alguien!
Ana María era la pequeña de los Centeno. Tenía ocho años, y recordaba a su hermano mayor con dulzura. Siempre la traía dulces, y jugaba con ella. La cogía en volandas y ella reía y reía. Siempre sintió predilección por su hermano mayor. La pasada noche sólo se escuchaban gritos, lamentos en el hogar familiar. Habían llegado malas noticias. Habían matado a Carlos, a su querido hermano. Ahora, las lágrimas surcaban sus mejillas silenciosamente. Su madre le dijo que se pusiera ropa negra, tenían que ir a la tumba de Carlos. Lo habían matado. Con todo el dolor de su corazón su querido hermano estaba metido en su pensamiento. Sentada en el duro asiento de madera, rezaba con su rosario en la mano, mientras viajaban en ese tren como pasajeras de tercera clase.
Madre e hija, de luto riguroso, vestían modestamente. Cada una inmersa en sus pensamientos, con la mirada perdida, sumidas en el dolor. La madre recordaba a su hijo cuando nació, lleno de pelusilla rubia, parecía un querubín. Sus primeros pasos, su risa que alegraba su casa junto con su esposo, lo bueno y obediente que era, la maestría en fabricar cualquier cosa con sus manos, su temprana edad trabajando en el campo con su padre. Era un niño modelo. En sus dos últimos años de su vida dio un giro a su vida y se convirtió en un huraño. No quería llorar delante de su hija menor, pero no pudo que dos grandes goterones cayeran por su rostro.
El tren se paró en el pueblo. Sólo dos viajeras se apearon en la estación. Caía un sol de justicia. Era pleno mes de agosto, la mayoría estaba durmiendo la siesta. Las dos mujeres caminaron por la calle principal. Algunos desde sus casas las observaban.
El párroco D. Vicente se disponía a echarse su merecida siesta cuando oyó a su hermana que llamaba a su habitación.
– Aquí se encuentran los familiares del ladrón que anteanoche entró en casa de la viuda la señora de Ferrer.
– Diles que les atenderé cuando me levante de la siesta. Ni siquiera le dejan descansar a uno.
– No puede ser, señor Padre, quieren irse en el tren de las tres y media.
En la antesala, la madre y la hija totalmente enlutadas, esperaban con un ramo de flores envueltas en papel de periódico. El malhumorado cura salió y les preguntó qué querían.
– Soy la madre de Carlos Centeno, el muchacho fallecido.
– Es mejor que vayan al cementerio cuando baje el sol. Las calles están llenas de curiosos. Y hace demasiado calor ahora.
– No podemos esperar. No puede negarnos como religioso que cumplamos con nuestro deber en la fe cristiana, y recemos ante la tumba de mi hijo difunto.
El párroco, con prisa por descansar, les dio las llaves del camposanto.
– Tenga las llaves, luego las dejan en el alfeizar de la ventana.
A la salida se encontraron con una muchedumbre curiosa que empezaron lentamente a abuchear a madre e hija. Ellas dignamente se encaminaron en medio de la calle principal del pueblo ante la mirada de los curiosos. Sin inmutarse, entraron en el camposanto. Dieron una rápida mirada, y la única tumba sin lápida. La tierra estaba aún reciente. La aparente frialdad de la madre se rompió ante la sepultura de su primogénito. Ana María, con cuidado, colocó las flores ante la tumba de su hermano.
Demasiados recuerdos, demasiadas emociones se agolpaban en aquel triste día. Se dirigieron a la estación de ferrocarril, a coger el tren de las tres y media. A lo lejos, en una tumba sin nombre, reposaban los restos de Carlos Centeno.
FIN